Weed moments

martes, enero 24, 2012

Mi abuela se está muriendo

Quizás mejore. Quizás haya un milagro. Eso no hace que el título sea más pesimista o menos descriptivo. La realidad no son palabras ni esperanzas, la realidad es el hecho de que mi abuela tiene un tumor del porte de una pelota de golf en el cerebro. La realidad es que mi mamá llora varias veces al día al enfrentar el avance del deterioro del estado de su mamá, y algunas veces más por la desidia de los médicos que atienden y administran el hospital público donde ella se está muriendo.

La realidad es que si tuviéramos 20 o 40 millones de pesos la podríamos llevar a un hospital privado y operarla. Pero la realidad también es que hace 10 días mi mamá espera que un neurocirujano se tome el tiempo de ver a su mamá, analizar sus últimos exámenes, y emitir una nueva opinión sobre la posibilidad de una operación. Uno, que no vio los exámenes por los que mi mamá espera, ya dijo que no se podía. Otro, que tampoco los vio, dijo que quizás, pero que podría morir en la operación.

En lo que todos concuerdan es en que si no se hace nada, a mi abuela le va a empezar a doler la cabeza, va a continuar perdiendo sus facultades más esenciales, como controlar su esfínter y reconocer a las personas, pasando del sufrimiento a la inconsciencia una y otra vez. Hasta que muera. Como ha sido durante las últimas tres semanas.

Mi abuela tuvo cinco hijos. Uno murió hace más de 20 años. Quedaron dos hombres y dos mujeres. A los hombres se los ve poco en el hospital. Puede que vayan justo en los momentos que no voy yo. Pero no lo creo. Mi mamá y mi tía van todos los días, a veces juntas, a veces una en cada horario de visitas.

Cuando se encuentran conversan con todo detalle de cada una de las acciones que realiza mi abuela. Que sonrió un poco, que confunde a sus nietos, que se tomó todo el suplemento alimenticio, que le tiritaban mucho las manos, que no le tiritaron tanto las manos la última vez, que estuvo con la mirada perdida todo el tiempo, que estuvo sorprendentemente animada un rato… Sus caras denotan pena casi todo el tiempo. Pena que a veces logra derrotar sus esfuerzos y se transforma en resignación… pero sólo por breves instantes.

Cuando mi abuela está consciente y pueden entrar a verla porque no la están limpiando –“bañando” no sería la palabra precisa- o cambiándole los pañales, mi mamá y mi tía pasan casi todo el tiempo tomándole una mano, dándoles besos en la frente, ayudándola a tomar jugo o el suplemento alimenticio, y conversándole de cualquier cosa y sonriéndole con tanta rigidez que ya no sé si están tratando de sonreír o están tratando de no hacerlo.

Y yo sólo puedo ir, acompañar a mi mamá y equilibrar mi sentimiento de impotencia por no poder hacer más, con mi autocomplacencia que me dice que cumplo con lo mejor que puedo al ir a visitar… con el resultado final de irme a mi casa cuando termina la hora de visitas con la certeza de que toda mi experiencia y sabiduría no me sirven de nada en esta situación, salvo para mantener la tranquilidad.

Pero pensamientos del tipo “¿Qué será más perverso? ¿Ayudar a mi abuela a morir o ayudarla a prolongar su agonía?” no me permiten abrazar esa tranquilidad. Y la bendición de la autoconciencia muestra su otra cara, y me deja enfrentando todo lo miserable del ser humano que hay dentro de mí.

El Infierno termina de definirse con este dato: antes de quedar postrada en una cama víctima de un tumor cancerígeno, mi abuela llevaba más de 10 años viviendo encerrada en su casa, viendo tele o jugando solitario en el computador o leyendo. Cocinaba para sí misma y para uno de sus hijos hombres, que había vuelto a vivir con ella cuando se separó, y su contribución era pagar por el cable.

Salía al supermercado de vez en cuando y quizás a visitar a alguien una vez al mes, o cada dos meses. O cada tres. Sus momentos alegres se reducían a las visitas de mi mamá o mi tía los fines de semana. No tenía proyectos ni ambiciones, no conocía personas nuevas ni tenía experiencias nuevas. Tampoco repetía las viejas. Salvo leer y ver televisión.

Sin poesía. Sin pasión. Una existencia absolutamente funcional. La fase terminal de la locura a la que induce una vida promedio en nuestra época.